Anükün api chikeiña Waitó: Palabras para rehacer nuestro universo

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A las Abuelas de la Laguna. En cumplimiento de mi palabra, aunque no sé, si con algún éxito.

“Escucha, no confundas lo que deseas
con lo que hay que hacer mientras vives,
porque en este mundo,
hasta las estrellas desaparecen”.

El último de los Ou’ti
Un cuento de Brujos (se está escribiendo)

Ver morir un universo

* Buscar la estrella

Siempre me gustó estar en casa de mi abuela Mamía, aunque recuerdo, que no entendía el por qué mi abuela siempre andaba de mudanza. Mamá decía que Mamía cambiaba de casa más que los conejos; porque de su casita en el barrio Puerto Rico, que tenía un buen patio de árboles de mango, frutos de hicaco, guayabas y granadas, un buen día me enteré que Mamía se había cambiado a una casa en la vía principal de Cañada Honda. Esa, aunque tenía un gran patio carecía de árboles, salvo un cocotero ya muy alto y sin frutos, pero estaba muy cerca de nosotros y yo podía visitarla a gusto. Poco duró allí y se fue a vivir en una casa justo al lado de una cañada en un lugar casi solitario en las inmediaciones de lo que antes había sido el conocido “Hato de Luis Pirela”.

Finalmente, Mamía construyó una casita en un monte que, en ese tiempo, estaba mucho más alejado, muy cerca del monte de La Sibucara, donde la dictadura echaba sus muertos al olvido. Pero, Mamía, como siempre, se hizo de un patio que esta vez, pobló para siempre de mangos, caujiles, hicacos, granadas, guayabas, chícharos, ajíes, algunos cebollines y muchas plantas de flores coloridas y otras plantas aromáticas y medicinales. En esa casa, rodeada de ese bosque de aromas y colores murió mi abuela.

En sus alrededores no había más que monte de cujíes y cardonales que, en su tiempo, se cargaban de frutos de datos rojos que me encantaba bajar para comerlos, aún a riesgo de sus filosas y puntiagudas espinas que cubren sus cuerpos y, de las que me libraba, quitándolas con dos palitos de madera, con uno lo sostenía y, con el otro, le quitaba sus espinas. Igual había muchos árboles de caujíl que en tiempos de su fruto, yo recogía en mi mochila para llevarlos a que mi abuela los convirtiera en muy sabrosos dulces que luego vendía en el Mercado. Pero, lo que más me gustaba de esa casa era que la noche caía temprano y una vez que el cielo se ennegrecía, aparecían como chispas de luces de bengala miles de estrellas.

Mirar las estrellas fue para mí un momento esperado, porque tratar de encontrar una que se convirtiera en mi lucero fue una tarea que me puso a realizar mi abuela, y que por mucho tiempo pensé que sólo se había tratado de una treta de mi abuela para lograr que no me moviera del sitio. Porque, en efecto, así me estaba, sólo buscando en el cielo una estrella y, cuando al fin elegía una, ella me decía que esa no podía ser porque ya le pertenecía a alguna de mis tías, o a mis primos mayores, o era de mamá o de ella; así que no resultó fácil elegir una estrella que me iluminara.

Pero, una noche, decidí buscar en el cielo negro aquella estrella. Fue una que se veía tan pequeña que apenas podía divisar su destello. Esperé a que mi abuela viniera al frente de la casa donde nos solíamos sentar a divisar las estrellas y, entonces, justo al llegar le dije resuelto:

— Mamía, ya tengo mi estrella.
— A ver, ¿cuál elegiste?
— ¡Aquella! Esa chiquitica que casi no destella.
— Ah –dijo mi abuela-. Tenéis que elegir otra.
— Pero, ¿por qué? Esa me gusta, está chiquita como yo y se ve bien bonita.
— Esa no puede ser porque esa ya no es una estrella.

Entre decepcionado y confundido, me fui a dormir.

* Las estrellas igual desaparecen

Ya de joven, había dejado de mirar al cielo y muy pocas veces veía las estrellas, hasta que conocí a Ibrahín López García, un profesor de la Universidad que se atrevía a reunirse con jóvenes como yo, quienes en ese momento estábamos fuera de la universidad y de cualquier estudio “legal”. Pues bien, fue Ibrahín quien logró que volviera a mirar al cielo y a pensar en las estrellas. Lo hizo bailando un trompo mientras nos explicaba cómo era la vida del universo. Mientras el trompo giraba marcando con su punta una y otra vez semicírculos en la arena hasta agotar su energía, Ibrahín nos decía cosas como: La tierra, todos los planetas y las estrellas incluido el sol, viven como ese trompo, sólo que su energía es inagotable.

El núcleo de la tierra, por ejemplo, es una gran roca líquida imantada que, en su giro, es atraída y repelida por el sol al tiempo que ella atrae y repele a otros cuerpos: planetas, cometas, asteroides, la luna y hasta estrellas. Algunas estrellas llegan a desarrollar tanta energía en su giro que pueden llegar a estallar y sus restos se desplazan girando en el espacio y es cuando nosotros, desde la tierra, podemos apreciar como un fulgor fijo su desaparición. Así, esas estrellas pequeñitas de las que apenas vemos un breve fulgor, en verdad, han desparecido cientos y hasta miles de años antes, pero su fulgor permanece como un pasado que nosotros vemos en el presente.

Fue cuando comprendí que Mamía tenía razón, mi estrella que elegí siendo niño, ya no era una estrella, era nada más que el fulgor del pasado de su desaparición.

* El Ariiyuu de las estrellas

Entonces volví a la laguna. La abuela Guardina y también el Tío Alberto me hablaron acerca de las responsabilidades del Apañakai (el primogénito varón), entre las cuales, la más importante era la de vigilar el cielo, sobre todo, cuando correspondía la construcción de una nueva casa para una hermana recién casada, porque cada familia tenía sus estrellas, su constelación y cada nueva casa debía corresponder a una de sus estrellas; por eso, el Apañakai debía vigilar el cielo, para cuando la constelación familiar apareciera en el firmamento, poder escoger la estrella y el lugar correspondiente a la casa de su hermana de acuerdo al orden que ocuparía alrededor de la madre y, así, mundo de abajo y universo de arriba se hacen uno en la familia como vida plena.

Recordé a Mamía y entendí, que en la memoria de mi abuela siempre había estado presente ese orden de las cosas en las que estamos dentro del mundo, ya sobre la tierra o sobre las aguas, pero estamos dentro y, por eso mismo, mientras vivimos no podemos extraernos del caminar del mundo en el que habitamos. Luego, recuerdo que le conté a Guardina lo de la estrella y lo que me dijo mi abuela Mamía, entonces, dijo Guardina:

— Pues, tu abuelita tenía razón, porque cuando morimos, nuestro Ariiyuu se desprende de nosotros y vuela con su estrella hacia el otro ojo del mundo, es cuando lo vemos como esas estrellas que titilan bajito, hasta que ya no las vemos más.

* La desaparición de Motatán

Marisela me contó sobre sus felices recuerdos del pueblo de Motatán de Agua al que yo no conocía, pero me advirtió, que ya no debía existir porque hacía tiempo que en ese pueblo en el Lago apenas quedaban dos viejos empeñados en habitarlo. Por días estuve dándole vueltas en mi mente a la idea de poder viajar hasta ese lugar sin importar lo que encontrara. Por un par de semanas era mi obsesión llegar a Motatán de Agua, pero el hecho real era que no tenía vehículo y no había nadie que me transportara.

Hasta que una tarde, llegó a visitarme un amigo para mostrarme el carro que había adquirido y, en ese instante, me vi claramente viajando con Espíritu Santo, que así se llamaba mi amigo, en busca de Motatán. Y así fue, porque al proponerle la aventura de ir en busca de ese pueblo, él aceptó emocionado y acordamos emprender ese viaje el fin de semana siguiente.

Salimos temprano por la mañana, atravesamos el puente sobre el lago de Maracaibo y viajamos hacia su costa oriental atravesando pueblos hasta llegar, ya casi a mediodía, al poblado palafítico de San Timoteo en San Lorenzo. Por todo el camino, donde nos deteníamos a cargar combustible, comer alguna fritura o tomar café, preguntábamos a los dependientes cómo llegar a Motatán de Agua y ninguno de los interrogados tenía idea acerca de aquel pueblo que nosotros buscábamos.

Al fin, en San Timoteo, prácticamente decididos a regresar vencidos, llegamos a tomar un refresco en un pequeño abasto del pueblo. Tomando nuestro refresco, preguntamos por última vez por Motatán del Lago al viejo que atendía. Un hombre joven, evidentemente pescador que hacía sus compras, nos escuchó y de inmediato nos dijo y propuso:

— Yo sé dónde está Motatán, si me ayudan con la compra llevándome en su carro yo los llevo en mi lancha a ese pueblo.

Eran cerca de las 3 de la tarde cuando Jesús, que así se llamaba el pescador, Espíritu Santo y yo, pusimos proa hacia Motatán de Agua. Al aproximarnos, podían verse algunos palafitos vacíos, pero, sobre todo, sobresalía la iglesia, inmensamente blanca, con la punta de la cruz sobre el campanario apuntando al cielo azul y el verde de la selva como fondo. Ya más de cerca, pude ver a un viejo en al agua, intentando desesperadamente mover un inmenso cocotero cuyo tronco mecían violento las olas entre las bases que sustentaban la iglesia.

Vi el apuro del anciano y su imposibilidad de lograr lo que exigía una fuerza que él, evidentemente no tenía. Sin esperar a que la embarcación atracara, me lancé al agua en auxilio del viejo y juntos pudimos sacar el tronco del cocotero y ponerlo a navegar lejos de las bases de la iglesia a la que ciertamente hacía tambalear cada vez que las olas lo empujaban. Hecho esto, yo caminé hasta la orilla mientras el viejo corría hasta la entrada de la iglesia para arrodillarse y dar gracias porque, me dijo luego, ya sentados en la playa:

— Desde esta madrugada le había estado pidiendo a los luceros de la Virgen, que me enviara a alguien que me ayudara porque ese tronco le iba a tumbar la iglesia. La Virgen me escuchó, vos sois el milagro que ella me mandó.

Desde ese momento comencé a visitar al viejo Manuel Bracho, y él me contó toda la historia del pueblo hasta que, una mañana, el amigo Jesús de San Timoteo me recibió con la noticia de que el viejo ya no estaba en Motatán, que su familia lo había llevado a morir con ellos y que las últimas casas del pueblo habían sido finalmente desbaratadas por sus dueños y a la iglesia se la había llevado el cura de Mene Grande.

De todas maneras, le pedí a Jesús me llevara al lugar y, en efecto, allí sólo quedaban clavados en las aguas las varas que por años habían sustentado las casas y la iglesia de ese pueblo que, según recordaba el viejo Manuel, había comenzado a morir justo cuando los pescadores dejaron de pescar para trabajar en la refinería petrolera de San Lorenzo y, cuando ésta cerró, el pueblo, a pesar de la voluntad del viejo, murió lentamente, yo sólo había asistido a la extinción final de su estrella en la memoria del abuelo.

* Ver caer las estrellas y devolver sus recuerdos.

Esa mañana, me levanté perturbado porque un extraño sueño me había sacudido en la amanecida. En el sueño, me encontraba en el lugar que los añuu de la Laguna llaman Caño del Muerto, ese que está muy cerca a la entrada a la Laguna por Puerto Cuervito. Pues, allí estaba, sentado a la orilla, mojando mis pies en las aguas cristalinas y sombreadas por el bosque del manglar. De pronto, volví la mirada hacia las aguas bajo el manglar porque allí aparecieron tres mujeres mayores bañándose totalmente desnudas. Ellas reían y disfrutaban como niñas y no parecía importarles que yo estuviera allí, viéndolas.

Ellas sólo se bañaban y reían como niñas con sus juegos en el agua. Pero, volvía a cambiar mi mirada porque, flotando, empujado por la corriente, un solitario féretro se acercaba a mí. El féretro se aproximó hasta que, espantado, lo alejé de mí con mis pies. Al hacerlo, pensé que a pesar de venir cerrado, yo sabía exactamente de quién era el cadáver que dentro del ataúd reposaba. Lejos logré apartarlo, sin embargo, el féretro regresó dirigiéndose hacia mí, esta vez, con más fuerza. Las mujeres desaparecieron del agua, y cuando ya el ataúd volvía a estar muy cerca, desperté exaltado.

Con Marisela, intentamos interpretar su significado mientras tomábamos el café de la mañana. Pero, al final, ninguno de los dos quedó satisfecho con nuestras especulaciones, así que decidimos que lo mejor era consultar a un hermano wayuu conocedor de la palabra de los sueños. Le llamé al hermano y le relaté mi sueño y mis temores. Al terminar de ofrecerle mi relato, él me calmó diciendo que no debía tener ningún miedo pues, las tres mujeres mayores eran tres abuelas ancestros que me protegían y estaban muy felices de saber que había cumplido mi tarea y, por eso, me recordaban mostrándose en mi sueño. En cuanto a la urna que flotaba insistente hacia mí, significaba que yo estaba en posesión de un cofre con la memoria de esas abuelas y, por eso, por lo único que debía preocuparme en verdad era por devolver esos recuerdos a quienes debía.

En efecto, recientemente había terminado de escribir, tal fue mi promesa a las abuelas, “El Libro de los añuu” [1] y había ordenado imprimir, encuadernar y empastar en un mismo volumen unos cinco ejemplares del mismo. Al tenerlo en mis manos, supe que ese era el cofre de mi sueño con la memoria de los añuu que había venido escribiendo por años, al tiempo que una por una, viví la desaparición de las estrellas de mis abuelas de la Laguna. Tomé los libros y me fui a la Laguna. Allí, apenas pude entregar un par de ejemplares, uno a Julio, nieto de Guardina, y otro a los sobrinos nietos del Tío Alberto pues, de las abuelas Isabelita y Josefita ya no quedaba nadie en el lugar; de hecho, por primera vez me sentí un visitante extranjero ya que muy pocos de los antiguos pobladores quedaban, y la gente que veía ni me reconocían ni yo los reconocía a ellos. Eran ya otra gente.

Así, durante los últimos más de 40 años, hemos venido atestiguando cómo cada una de nuestras estrellas-abuelas, nuestras estrellas-pueblos, han caído o están por caer, en medio de un aterrador silencio: Matuare, Wou’re, Motatán de Agua, Ceilán, Santa Rosa de Agua, Waruchakar y, recientemente, Congo. Todos pueblos de agua desaparecidos, o próximos a desaparecer con toda su memoria a cuestas, tal como el país al que le dimos nombre.
Por mi parte, aunque ciertamente cumplí con el mandato del sueño, estoy seguro que no lo he hecho totalmente con mi tarea, pues, al releer “El Libro de los añuu”, sé que muchas cosas de esa memoria faltan por decir y, por eso, exprimo mi propia memoria porque ya no está ninguna de las abuelas para recordar con ellas, y como en una oportunidad me advirtiera la Abuela Isabelita: llegará esa vuelta del tiempo en la que nosotras ya no vamos a estar, pero vos sí. Sé que esa vuelta del tiempo ha llegado, muy pocos hermanos muestran comprender sobre lo que hablo pues, en sus corazones, las huellas de los ancestros se han borrado y, sin las voces de las abuelas el camino se hace muy pesado.
Pero, necesario es completar esa palabra; por eso, insistiremos hasta donde pueda alcanzar a comprender mis recuerdos, el cuerpo de mi memoria alimentada con el Ariiyuu de las abuelas desaparecidas en sus estrellas. Es mi tarea como mensajero, no sólo para devolver esa palabra a las aguas de la Laguna sino para que otros, los más posibles en todos los pueblos de cualquier parte del mundo, no sólo puedan ver la historia de la caída de las estrellas de nuestro universo, sino dejar abierta a las nuevas generaciones de añuu y wayuu, la posibilidad de rehacerlo desde la emergencia del Nosotros. Pero también, para que los habitantes dueños de otros universos en peligro, puedan ver en nuestra mortal experiencia la necesidad de defender y sostener el suyo.

Rehacer el universo-mundo de nuestro territorio

* La vida como el vuelo de una flecha

El arquero apunta siempre uno o dos palmos por encima del cuerpo de la presa. Sabe que en su disparo, el vuelo de la flecha nunca es una línea recta porque en su propósito, ella sólo cuenta con la fuerza que le imprime el Ariiyuu del arquero-cazador que siempre será menor a la energía del Ariiyuu que permanentemente despliega la Tierra y que envuelve al arquero, a la flecha y a la pieza, en la constante vuelta de su caminar [2].

Por eso, cuando va tras un Karawiwa [3] en el pantanal, el cazador primero lo rodea buscando quedar siempre en contra del viento a una distancia prudente del animal que siempre anda en grupo y, por eso, cualquiera de ellos lo puede olfatear porque son muy ariscos y al apenas presentir a cualquier enemigo, los Karawiwa se espantan y se van. Entonces, el arquero se acomoda, apunta a la distancia uno o dos palmos por encima de la paleta del animal, y suelta la punta que zumba en su vuelo y a pesar de que el Karawiwa escucha el viento cortado por la flecha, ya no tiene tiempo para escapar a la mancada y allí queda. Los demás, se dispersan internándose en la selva.

Ser arquero no es sólo cuestión de tener el tino y la fuerza para estirar el duro arco de madera macanilla sino de saber que todo juega en el arte de la cacería. El viento, la selva, nuestro cuerpo, el animal, el arco, la flecha, pero también, el Ariiyuu de cada uno de esos elementos y, por encima de todo, el Ariiyuu de la Tierra. Un añuu buen cazador de Karawiwa es aquel que sabe unir el Ariiyuu de todo con el Ariiyuu de la Tierra pues, sólo así es que muy probablemente, pocas veces falle en el primer disparo, porque fallar a la primera hace difícil una segunda oportunidad.

Pero además, el arquero sabe que debe escoger bien a su presa, para ello, una ley debe ser inviolable, que sólo un macho Karawiwa debe ser el elegido nunca una hembra pues, una hembra Karawiwa siempre podrá encontrar otro macho para aparearse, pero una hembra menos en el grupo siempre implica que habrá menos Karawiwa en el territorio y eso hará resentir al hogar de todos y al mundo como hogar. Porque los Karawiwa no están en todas partes todo el tiempo y, como todas las comunidades de seres presentes en el mundo, sus comunidades se mueven con el caminar de la Tierra en su hacer el tiempo para todos. Entonces, el arquero sabe que servirse del Karawiwa como parte del comer de la familia y de su comunidad igual depende del hacer el tiempo del mundo para la producción y reproducción de la existencia de la comunidad de Karawiwa.

Así, el arquero sabe que el desplazamiento de su vida es igual al vuelo de su flecha, disparada siempre dos palmos más arriba del tiempo preciso que el mundo le ofrece para cortar/compartir la carne del Karawiwa para todas las familias añuu; luego de lo cual, su tiempo de cacería como su propia vida, se curvará en su extremo justo como dibuja la Tierra en su caminar, el horizonte del mundo. Por eso, pide permiso a la Luna, dueña de toda existencia en las aguas y el manglar, los añuu incluidos, para servirse del Karawiwa, y pide perdón al Karawiwa antes de disparar la flecha que desprenderá el Ariiyuu del cuerpo del animal. Debe pedir perdón, debe reconocer la dignidad del hermano que con su cuerpo, momentáneamente alimentará su Ariiyuu y el de su familia hasta ese tiempo/lugar que el vuelo de la flecha de su vida se desplome, abandonado por su Ariiyuu, sobre la tierra, que con el mismo respeto seguirá el camino de su eterno caminar de hacer el tiempo.

Pero llegaron los Ayouna con sus escopetas. Ellos, hacen poco caso al viento, a su desbrozante caminar en el pantano y, mucho menos, al hacer el tiempo de la Tierra, porque muy seguros se sienten de la potencia del Ariiyuu de sus armas y con ellas, comenzaron a desandar los lugares del Karawiwa, de las Aroona [4], del Keiwii [5] y sin ningún respeto a la dignidad de las comunidades a las que enfrenta, disparaban a diestra y siniestra, acabando sin distinción con grandes, pequeños, hembras y machos en una sola ronda de cacería. Ellos no cuidan sus pasos ni el sudor de sus cuerpos pues, seguros están de la distancia que alcanzan sus proyectiles y la capacidad de matar de la explosión de sus armas; por eso, creen ser dueños del tiempo que es el hacer de la Tierra.

Muy pronto desapareció el Keiwii porque además, los Ayouna buscaban sus huevos y así terminaron por acabar su comunidad aguas abajo del río. El Karawiwa huyó de los eneales y pantanos de la región de la laguna y fue a esconderse muy lejos de nosotros. La Aroona, al ver cómo eran rotas sus puntas de vuelo con la explosión de las irrefrenables escopetas de los Ayouna tumbándolas del cielo, jamás volvió a visitarnos. Y nada quedó para nadie.

Porque así es el Ayouna, está convencido de que su vida nada tiene que ver con el vuelo de la flecha, porque su ciencia y su tecnología le han convencido de que el tiempo les es eterno, tal como eterna parece ser la distancia que alcanzan las balas de su escopeta, de sus cañones, de sus cohetes. Sin embargo, por mucha que sea la energía de sus fusiles y de sus bombas, éstos nunca podrán con el Ariiyuu de la Tierra, y por muy lejos que viajen sus balas, en algún lugar, siempre han de caer rendidas ante el Ariiyuu del mundo.

* Reconocer nuestro caminar en la Vuelta del Tiempo: las huellas de las abuelas

La explicación de Santos, viejo cazador añuu, acerca de la vida como el vuelo de una flecha que, a pesar de la energía que le imprime el Ariiyuu del cazador que la dispara, siempre termina curvando su avance, rendida ante el Ariiyuu de la Tierra que marca su tiempo de vuelo con su hacer el tiempo propio de la Tierra, terminé por entender, es a lo que la abuela Isabelita igual se refería el día que me habló del tiempo en que, en su caminar, el mundo traería consigo una vuelta del tiempo que se nos presentaría como el final del camino que hasta ahora se nos ha impuesto a seguir pero, igualmente traería para nosotros y para todos, la oportunidad de nuestro renacimiento como una nueva estrella.

Tardé en comprenderla a Isabelita porque, a fin de cuentas, mi cuerpo, mi corazón y mi mente igual han sido atravesados por la noción Ayouna de que el tiempo es una pertenencia y dominio de la comunidad humana y muy particularmente de algunos grupos de poder económico-político de la misma, cuando en verdad el tiempo no es más que el hacer que la Tierra corta/comparte con todas las comunidades de seres (los humanos incluidos) presentes en el mundo. Así, desprenderme, alejarme de esa falsa idea no ha sido fácil pues, por años la maquinaria descivilizatoria de la formación escolar occidental se encarga de inocularnos el mito de su “ciencia única y universal” como una convicción real, por lo que más de una vez intentamos (fallidamente) encontrar nuestro camino perdido a través de la mirada y la palabra escrita de otros amo Keini (con nombre), generalmente europeos, y su narración de grandes utopías de libertad, igualdad y fraternidad; más sin embargo, todas ellas, aún la más libertaria de sus utopías, en nuestro continente, siempre partían de la negación de nuestra existencia, de nuestros territorios, de nuestra dignidad y nuestra palabra política.

No obstante, justo es decir, que lo que se plantea como “un problema de las minorías es, en verdad, el problema de las mayorías, en tanto que hoy día y por las próximas décadas (si es que alcanzamos a vivirlas), todos estaremos siendo confrontados por una realidad cuya trayectoria ha sido trazada para conducirnos irremediablemente al abismo de la destrucción, generalmente presentado como la “natural” consecuencia o el precio que la humanidad está obligada a pagar por el “progreso” y el “desarrollo” de la civilización occidental por lo que además, de acuerdo al pensar de la colonialidad de los Estados-gobierno (de derecha o izquierda) en América Latina, los pueblos indígenas debemos estar agradecidos haber sido incorporados hace un poco más de 500 años.

Antropoceno, Capitaloceno y hasta Chtuluceno [6], son los nombres que algunos científicos le están dando a este proceso de catástrofe como si de una era geológica se tratara, es decir, como si propio de la Tierra fuera, dejando de lado el hecho de que fue la modernidad occidental capitalista y su tecno-ciencia apuntalada sobre un Eirare que ellos definen y los define, a partir de despojar a la Tierra de su hacer el tiempo para convertirlo en mercancía y en elemento esencial de su insaciable proceso de acumulación de plusvalía; por tanto, se trata de una construcción histórica del pensamiento colonial y sostenida por la colonialidad del saber y del poder con la que han sustentado la continuidad del despojo de nuestra memoria territorial en toda Abya Yala.

Lo cierto es que muchos son los científicos occidentales que perciben que el fin de todo y de todos es posible, que en efecto la destrucción de los territorios de vida no es sólo un problema de las minorías indígenas territorialmente despojadas sino que se trata de la posible destrucción de la vida tal como la han conocido exactamente las mayorías. Por ello, una científica como Donna Haraway llega a decir que:

Vivimos un tiempo de destrucción climática, de extinción y extractivismo. No hay vuelta al estado anterior de las cosas pero sí puede haber menos daño, nuevos modos de florecer en medio de la destrucción, para admitir una sanación parcial, para poder ser comunes y corrientes otra vez. [7]

Ciertamente, nuestro espacio territorial ya no es y difícilmente vuelva a ser el mismo que conocíamos, igual nosotros, no somos y no podremos volver a ser los mismos. Antes, teníamos, pescábamos, navegábamos por un lago de 14 mil kilómetros cuadrados de agua dulce, ahora está salinizado a la mitad, atravesado por torres y plataformas petroleras que ya comienzan a caer por su propio peso abandonado, porque el Estado-gobierno ha desplazado su codicia extractivista y su promesa de “progreso” y “desarrollo” hacia el río Orinoco y la Amazonía, porque ya no ambiciona petróleo sino oro, coltán, uranio.

El río Makomití (Limón) que forma nuestra Laguna en Sinamaica se nos muestra irreconocible en sus crecidas o sus descensos; porque ahora poco sabemos de Juyá y de sus lluvias, desconocemos la ruta de sus viajes alrededor de la cuenca pues, nuestro cielo se ha caído y el universo-mundo de nuestro territorio ha sido roto. Sin embargo, estamos obligados a rehacerlo y, para ello, debemos re-conocerlo.

He allí, el que ha de ser nuestro verdadero propósito como pueblos en esta vuelta del tiempo de la que hace más de cuarenta años me advirtió la abuela Isabelita que vendría por el saber que ella en su corazón guardaba como memoria de su largo caminar como camina el mundo. Entonces, debemos espantar de nuestros oídos y corazones el escándalo de las voces de las ideologías porque, como bien decía el científico Maturana: “las ideologías nos impiden reflexionar” y, por eso mismo, nos desvían del camino verdadero del Nosotros. Ya lo vivimos en Venezuela y lo hemos visto suceder una y otra vez en Abya Yala, porque allí donde los pueblos sienten la vuelta del tiempo y buscan recuperar su camino, allí aparecen las voces que tuercen el rumbo del Nosotros, sacándonos de la vuelta del tiempo para meternos en su lógica del tiempo pendular del poder siempre ajeno, de los Estados-gobiernos.

Por eso, más bien debemos hacer tal como una vez contó el Sub-comandante Marcos le dijo en algún momento el viejo Antonio: “Cuando no sepas lo que viene, siempre es bueno mirar atrás”. Para nosotros, mirar atrás no es más que recuperar las huellas de las abuelas y, sobre todo, las huellas de nuestra más antigua y sabia abuela: la Tierra. Esto implica, sobre todo, la lucha por impedir la continuidad del modelo extractivista lo que igual supone que nuestras comunidades y pueblos deben abandonar toda escucha a los proyectos que en este sentido provienen de los Estados-gobiernos sin importar su ideología. Esto es, retornar al camino de la autonomía del Nosotros comunitario.

Sabemos que no es fácil, sabemos que no podemos solos, pero aún así, sabemos que es posible pues, son muchos los Ayounake’in [8] científicos o no, que igual sienten la vuelta del tiempo, que bien están entendiendo que el problema de las minorías es el problema de las mayorías, y que la continuidad de la vida futura de todos depende de que seamos capaces de rehacer nuestros universos-mundos territoriales en cada comunidad y pueblo, en cada lugar, es decir, que ya no depende de la narrativa de las grandes Utopías sino de cada pequeño relato del Hacer en el pensar y Pensar en el hacer del Nosotros en nuestro caminar como camina el mundo, por mejor decir, de nuestro vital Hacertopías al Hacer Comunidad en el contexto del pluriverso que habitamos y compartimos.

Citas y referencias

José Ángel Quintero Weir é membro do povo Añuu, do estado de Zulia, na Venezuela. É professor na Universidade Autônoma Indígena UAIN – Wainjirawa.
Imagem em destaque: Homem em barco no Lago do Maicá, em Santarém, Pará. João Romano/Amazônia Latitude
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